quinta-feira, outubro 14, 2010

El negocio de la muerte

Decía Julián Marías, el más adelantado discípulo de Ortega, que la aceptación social del aborto era la circunstancia más grave del pasado fin de siglo; pero, en realidad, no ha sido nunca una aceptación voluntaria y fruto de la evolución natural de las costumbres, sino una imposición ideológica, diseñada y propagada con las más eficaces técnicas de ingeniería social, totalmente ajena al debate científico, es decir, el último triunfo de las secretarías de agitación y propaganda. Nadie quiere recordar que su implantación legal, lograda gracias a un complicado edificio de sofismas y por una exhibición impúdica de la sentimentalidad, está repleta de mentiras, como por ejemplo la sentencia que lo hizo posible en Estados Unidos, la famosa Roe versus Wade, que introdujo un debate moral sobre la violación de una mujer que de hecho –tal y como luego ha repetido mil veces la protagonista–, nunca se había producido, que sólo fue un truco más utilizado por una minoría que quería poner en marcha una industria rentabilísima.
Pero si sus antecedentes son sobrecogedores, –una mezcla de falsedades, restos de ideologías totalitarias y presiones económicas–, ahora el drama del aborto se convierte en un asunto frívolo en boca de la incalificable ministra Aído, capaz de afirmar que la realidad de la vida del no nacido corresponde a posiciones morales y religiosas, ignorando que es una contrastable evidencia científica. Pero es que Aído no es ministra de Sanidad, ni de Ciencia, ni tiene preparación para ello, ni falta que le hace para su labor sectaria. Por eso los derechos de los embriones los decide –o los cercena– una señorita obediente sólo a ideologías caducas, que enarbola como bandera de libertad femenina una práctica que, en su vertiente menos dramática, supone un menoscabo –siempre– de la salud de la mujer.
Resulta esclarecedor que los empeñados en considerar el aborto como un derecho exijan la mayoría de edad para acceder a documentales que muestran la tragedia tal cual es, al mismo tiempo que facilitan a las niñas de dieciséis años la capacidad de destrozarse la vida, evitando incluso el apoyo y el consejo paterno. En realidad, la multinacional abortista –que dentro de poco se reunirá en Sevilla– no teme que perjudiquen su negocio las objeciones morales ni religiosas de las que hablaba neciamente Aído, sino el hecho de que las mujeres que se encuentran en una situación dramática puedan acceder a una información veraz sobre el aborto, ese terrible callejón sin salida que ellos –económicamente implicados– pretenden mostrarles como una solución.
Y es que existe unanimidad médica a la hora de concluir que el aborto es malo para la mujer, y no es casualidad ni religión ni un nostálgico apego al juramento hipocrático lo que hace que la inmensa mayoría de los médicos se declaren objetores de conciencia, negándose a participar en la carnicería. Restado el componente publicitario –que vende el aborto como una solución indolora e inocua– y la propaganda ideológica, ¿quién querría someterse a una intervención quirúrgica a la que se niega la inmensa mayoría de los especialistas? De conocerse toda la verdad, es indudable que ese sangriento negocio quebraría.
La defensa de la vida del no nacido es la mejor causa que puede abrazarse en este principio de siglo, porque la testarudez de las realidades científicas se acabarán imponiendo, de igual forma que la humanidad acabó contemplando como un horror inaceptable la esclavitud o la tortura, después de milenios en los que convivió e hizo negocio con esos crímenes.
(Editorial, www.gaceta.es)